
Hubo un tiempo en que los aranceles eran considerados herramientas quirúrgicas: se usaban con precisión para corregir desequilibrios, proteger industrias clave o como peones en el tablero mayor del comercio internacional. Pero eso era en otra era. Hoy, en la segunda venida política de Donald J. Trump, los aranceles no son bisturíes, sino martillos. Y si uno solo tiene un martillo en la mano, todo el mundo comienza a parecerse peligrosamente a un clavo.
El reciente “acuerdo” —entre comillas y con justicia— alcanzado entre Estados Unidos y el Reino Unido, lejos de despejar las dudas sobre el rumbo del comercio global, ha confirmado los peores temores: los aranceles no son una anomalía temporal ni una táctica negociadora. Han mutado en un principio doctrinario, un dogma económico con tintes medievales.
De arancel provisional a credo permanente
La lógica económica que alguna vez dio forma a los acuerdos multilaterales, como la OMC o el GATT, está siendo reemplazada por una especie de fe arancelaria. El mensaje es claro: el 10% de gravamen es el nuevo suelo, no el techo. Lo más bajo a lo que puede aspirar una economía extranjera que quiera comerciar con Estados Unidos es pagar peaje. Como si Washington se hubiera convertido, en palabras del propio Trump, en un "centro comercial de lujo" donde se cobra entrada, aunque solo sea para mirar los escaparates.
Resulta casi poético —o trágico, según el punto de vista— que el Reino Unido, ese socio anglosajón por excelencia, otrora aliado en todas las guerras y escaramuzas, haya obtenido apenas una rebaja cosmética de aranceles, y solo hasta un límite simbólico de 100.000 automóviles. Más allá de ese número, vuelve la mordida del 25%. Como quien ofrece un buffet libre, pero sólo para quienes tengan un metabolismo británico muy lento.
Antiguos aliados, nuevas tarifas
La paradoja es rotunda: si ni siquiera Londres, con quien Washington comparte idioma, historia y whisky, ha logrado una eliminación significativa de gravámenes, ¿qué puede esperar el resto del planeta? Europa ya ha activado sus defensas legales y planea represalias comerciales por valor de más de 100.000 millones de euros. Como si estuviésemos en los prolegómenos de una guerra tarifaria a gran escala, solo que en esta ocasión los caballos de guerra son automóviles y los escudos están hechos de acero laminado.
El impacto no es menor. JP Morgan estima que una política de aranceles generalizados del 10% podría costarle al planeta hasta un 1% de su crecimiento anual. Eso, traducido a vidas humanas y bienestar social, es más que una estadística. Es menos educación, menos inversión pública, menos empleo. Una especie de impuesto invisible que se paga en todos los supermercados del mundo.
Una visión feudal del comercio
Lo que asusta no es solo el número, sino la ideología que lo respalda. Para Trump, los aranceles no son un mal necesario, ni siquiera un instrumento de presión. Son el objetivo en sí mismo. El sueño, según ha declarado más de una vez, es financiar el Estado con los impuestos recaudados del comercio exterior. Abolir el impuesto sobre la renta y sustituirlo con “dinero extranjero”. Como si el resto del mundo debiera pagar una suerte de diezmo a la nueva Roma americana por el privilegio de comerciar en su mercado.
Esta visión es tan exótica como peligrosa. Niega un principio básico de la economía: los aranceles los pagan los consumidores y empresas locales, no los países exportadores. Pero en el mundo de Trump, la economía se parece más a una novela de caballería que a un manual de macroeconomía.
Un orden en ruinas
La consecuencia es clara: el orden internacional nacido tras la Segunda Guerra Mundial, cimentado en la cooperación económica y la reducción de barreras, se está resquebrajando. No es solo que Estados Unidos se retire de los tratados o ignore la OMC. Es que está tratando de reescribir las reglas del juego bajo sus propios términos, sin árbitros, sin límites, y con tarifas como espada.
¿Quién puede ganar en este escenario? Tal vez nadie. O tal vez, como en toda guerra, solo gane el caos. Porque si cada país empieza a ver los aranceles no como una herramienta temporal, sino como una fuente permanente de ingresos, el comercio internacional corre el riesgo de convertirse en una trinchera. Y ya se sabe: en las trincheras, nunca hay crecimiento.
La nueva era del comercio mundial, lejos de ser una era de acuerdos, se perfila como una era de obstáculos cuidadosamente diseñados. Y lo más irónico es que este levantamiento de muros viene de la nación que durante décadas los derribó con más entusiasmo.
Una antítesis con aires de tragedia griega: el libertador del comercio mundial se ha convertido en su principal carcelero.