Cold Morning || Mañana Fría [Eng/Esp]

It was a cold morning, one of those that invites you to stay a little longer under the blankets, but the aroma of freshly baked bread won the day. I got up slowly, put the water on to heat, and in a matter of minutes I was at the neighborhood bakery, the one I always had, the one that smells like my childhood. I ordered a dozen assorted ones without thinking much about it—I knew any combination would make me happy—and returned home with the warm bag in my hands, as if I were carrying a treasure.

I spread the paper on the wooden table, the one already marked by so many mates and impromptu meals. I took out the pastries one by one: a cream cannonball, a black cake, one with quince jelly, a couple glazed ones… all together, like an unexpected party. I poured the first mate, and the steam caressed my face. That first sip, hot and bitter, was like a hug.

I sat down in front of the feast, unhurried. No one else was there, but I didn't feel alone. I was with myself, with my thoughts, with the memories that mate and facturas bring back: afternoons with my grandmother, endless chats with friends, Sundays with no agenda.

That simple and perfect moment reminded me that sometimes happiness is found in the everyday. In a messy table, in a well-prepared mate, and in that first bite that makes you close your eyes and smile.

Era una mañana fría, de esas que te invitan a quedarte un rato más entre las mantas, pero el aroma a pan recién horneado me ganó la pulseada. Me levanté despacio, puse agua a calentar y en cuestión de minutos ya estaba en la panadería del barrio, esa de siempre, la que huele a infancia. Pedí una docena surtida sin pensarlo mucho —sabía que cualquier combinación me iba a hacer feliz— y volví a casa con la bolsa tibia en las manos, como si llevara un tesoro.

Extendí el papel sobre la mesa de madera, esa que ya tiene marcas de tantos mates y comidas improvisadas. Fui sacando las facturas una a una: un cañoncito de crema, una tortita negra, una con membrillo, un par glaseadas… todas juntas, como en una fiesta inesperada. Cebé el primer mate y el vapor me acarició la cara. Ese primer sorbo, caliente y amargo, fue como un abrazo.

Me senté frente al festín, sin apuro. No había nadie más, pero no me sentía solo. Estaba conmigo mismo, con mis pensamientos, con los recuerdos que traen el mate y las facturas: tardes con la abuela, charlas eternas con amigos, domingos sin agenda.

Ese momento, sencillo y perfecto, me recordó que a veces la felicidad está en lo cotidiano. En una mesa desordenada, en un mate bien cebado, y en ese primer mordisco que te hace cerrar los ojos y sonreír.