Yo presentía su llegada. No la adiviné, la presentía. Sabía que vendría para mí aunque no vendría por mí.
Dos días antes de que llegara a nuestra finca, una de las vecinas les comentó a María y a Rocío – la mayor y la menor de mis hermanas – que un señor de muy buena apariencia andaba preguntando por el estado de nuestras tierras y de su producción. En el pueblo todos sabían que estábamos casi arruinados: sin dinero y sin mano de obra barata para poner a producir, aunque fuera con poco, algunas hectáreas de terreno.

Él solo quería saber de la finca, pero no faltó quien le diera información de la salud de nuestros padres, del número de hijas que tenían y sus edades, de la imposibilidad de que los jóvenes del pueblo nos pretendieran porque no contaban con un apellido tan sonoro como el nuestro, del tiempo que teníamos sin recibir visitas de nuestros familiares porque ya no teníamos mucho que ofrecer.

Sin ninguna reserva, los canteros lo pusieron al tanto de nuestra situación. Lo demás fue confirmar con otros vecinos la versión de aquellos.

Tal como lo sospeché, el esperado visitante se mostró interesado por María desde el primer momento en que la vio. Las demás éramos unas figuras decorativas al fondo o al lado de María. Incluso mis padres.

La vecina no se equivocó al describirlo como un señor de muy buena apariencia; sin embargo, le faltó decir que también poseía una voz grave, pero cálida, suave y sedosa y una sonrisa enigmática y ensoñadora que hipnotizaba.

Esos días que nos sirvieron para conocerlo nos encantó con historias de sus viajes, sus negocios, sus encuentros sociales. Todos lo escuchábamos embelesados mientras intentábamos representar en nuestras limitadas cabezas vacías de similares experiencias aquello que él nos platicaba.